viernes, 15 de agosto de 2014

LA MASCARA DE HELENA (I-II-III)







"¿Tú crees que es posible guardar tanto
tiempo en el corazón un amor sin esperanza? “
(André Gide)
  
“A falta de perdón, deja venir el olvido.”
(Louis Charles Alfred de Musset) 


I



Me bastó cerrar los ojos para recrear esa última imagen: la sonrisa hasta entonces para mí desconocida por triste y desnuda, las onduladas aguas negras, el sonido que provocaron nuestros cuerpos al romperlas, el frío que entonces nos envolvió.

Me estremecí, abrí los ojos y me encontré en esa habitación, sentado en un sofá bajo. Un cigarrillo se consumía lentamente entre mis dedos y la carta descansaba sobre la mesa junto a la máscara. Desde afuera me llegaba la música y la algarabía del carnaval, entremezcladas con las ominosas campanadas de la catedral.

La cita, si me decidía por asistir, era a las diez de la noche.

Conté ocho campanadas.

Quedaba el tiempo suficiente para huir.

Le pegué una última calada al cigarrillo con la única intención de avivar la brasa y apoyarla sobre la carta, la llama prendió el papel y en cuestión de instantes la redujo a ceniza. Un gesto inútil, lo sé, porque había memorizado cada línea a fuerza de leerla una y otra vez después de haberla recibido. Me levanté, tomé mi abrigo, a la sazón mi único equipaje, y por alguna razón tomé también la máscara, apagué las velas y cerré la puerta tras de mí.

Bajé hasta la recepción, pregunté cuánto debía por la habitación y pagué un poco más de lo que era, manía mía. Pregunté por un cochero, como si en noche de carnaval y a esas horas fuera posible encontrar uno. Me sorprendió entonces la respuesta que recibí, precisamente por lo inesperado de la misma:

- Hace ya media hora que uno ha preguntado por usted y le espera a la entrada de la pensión.

Ni siquiera di las gracias y me apresuré a salir a la calle. Una parte de mí pensaba que tal vez fuera un malentendido, una confusión a la cual podría sacar provecho. Apenas traspasé el umbral estuve a punto de arrollar al cochero, sus cabellos ralos eran de un gris sucio y sus mejillas estaban arreboladas ya fuera por el frío o el alcohol, tal vez su primera reacción fuera increparme pero antes que pudiera decir palabra alguna, él o yo, su mirada reparó en la máscara que sostenía entre las manos.

- La dama me ha enviado para llevarlo, su Merced.

- ¿Llevarme a dónde?- Pregunté, sabiendo que la respuesta sería hacia el puente.

- La Dama dijo que lo llevara hacia donde Usted quisiera ir, su Merced.

Descubrió entonces su cabeza e intentó realizar sin mucho éxito lo que tendría que haber sido una reverencia.

- ¿Puedes llevarme hacia la puerta sur de la ciudad entonces? – pregunté, intentando confirmar lo que había escuchado.

- Si es ahí donde desea ir su Merced - respondió el cochero mientras abría la puerta del carruaje y me invitaba a subir.

Subí y la puerta del carruaje se cerró tras de mí con un chasquido, mientras el cochero subía el pescante y empezaba a entonar con su voz cascada y temblorosa una canción que no había escuchado desde hacía diez años.





II



Una canción de hacía diez años... No era coincidencia, no podía serlo, no si se trataba de esta misma noche, la misma ciudad, de las mismas calles. Podría jurar que hasta la máscara que descansaba entre mis manos era la misma.

La memoria entonces me traicionó, rompió los sellos y ataduras a las cuales la había sometido y se desbordó...

No recordaría, eso hubiera sido sencillo y soportable. Si había buscado desesperadamente el olvido entre borracheras y delirios era porque el solo hecho de pensar en Helena me resultaba doloroso a un nivel inimaginable.

Me sumí en el asiento, alcé la máscara, me la puse sobre el rostro y me transporté como encanto, por embrujo, a esa noche de diez años antes.

El evento más importante de la noche de carnaval era la mascarada que se celebraba en el palacio de la Condesa de T. Ser invitado a la misma implicaba gozar de la consideración de la buena sociedad.
 
Y tal vez eso fuera milagroso, incluso sorprendente, que se me viera aún con buenos ojos si se tenía en cuenta todos los escándalos en los que, por causa de Helena, me había visto involucrado. El último, el duelo de la semana pasada donde le había incrustado una bala en la rodilla al heredero de una de las familias mas prominentes de la ciudad, el lance, en el mejor y mas optimista de los casos, amenazaba  con terminar con mi  exilio, en el peor de los casos daría con mis huesos en alguna mazmorra de la cual tal vez no lograría salir, así de comprometido estaba mi futuro.
 
Y a pesar de todo ello, unos días antes un lacayo de la Condesa se había presentado a mis aposentos portando la invitación y una caja de ébano. Me llevé a los labios el sobre en el cual mi nombre figuraba en una elegante y fluida caligrafía y descorrí los broches de la caja. Sobre un paño de seda negra descansaba la máscara que debía usar.

Mis dedos siguieron los contornos de las órbitas vacías, el simulado antifaz cubierto de arabescos que cubría la parte superior de la máscara, la piel blanca en el inferior que parecía resquebrajarse, era definitivamente la máscara que cubrió mi rostro cuando esa noche crucé las puertas.

Arribé al palacio. Las robustas puertas de hierro forjado se encontraban abiertas de par en par, seguí el corredor y llegó hasta mí el amortiguado eco de la música. Al final, delante de las puertas de cedro esperaban dos sirvientes vestidos de librea, “las esfinges” como eran llamados en su carácter de celosos guardianes de la fiesta.

Me detuve y dejé que uno de ellos examinara con atención mi máscara, lo vi intentar desentrañar los arabescos hasta encontrar lo que buscaba. Indicó a su compañero entonces un signo y este desenrolló el pergamino que hasta entonces había sostenido entre las manos. Casi de inmediato preguntó:

 
-       ¿Cuál es su contraseña para entrar a la casa caballero?
-       Láudano y absenta… (Cuan asociadas estarían esas palabras a mis labios en un futuro que entonces desconocía)

El sirviente me sostuvo la mirada por un momento y después hizo un gesto a su compañero para que me franqueara la entrada. Las puertas se abrieron y lo que había sido un eco amortiguado se transformó en violines, palabras y risas.

Me cuidé de no cruzar el umbral inmediatamente, era el último requisito del protocolo. Levanté la vista hacia la inscripción grabada en mármol sobre el arco de la puerta, me persigné y entré.

“Lasciate ogni speranza, voi ch’intrate…” eso era lo que podía leerse sobre la puerta.

"Abandona la esperanza si entras aquí". Divina Comedia, Infierno, Canto III, noveno verso...  Me ha llevado diez años comprender que en ese entonces recibí una advertencia que no supe comprender.


III



Solo puedo describir lo que había tras las puertas como una sublimación de los sentidos. Se percibía un aroma embriagador en el aire, similar al incienso pero distinto. Música de cuerdas reverberaba entre las paredes y, sin embargo, no había ni violines ni cellos a la vista. Por doquier se alzaban mesas con fuentes y charolas provistas de los más variados y refinados manjares. La piel se estremecía y los ojos se llenaban de todo lo que podían contemplar: la belleza inexpresiva de las máscaras, la expresiva y turgente desnudez de los cuerpos.
 
Tres reglas tenía nada más la casa.
 
Primera regla: Bajo ninguna circunstancia debía revelarse el rostro o el nombre, propio o ajeno. Entre los invitados debía existir el más completo anonimato, por lo que cualquier cosa que pudiera identificar a la persona bajo la máscara (una joya, una prenda, una fragancia exclusiva o incluso las expresiones y ademanes característicos, estaban estrictamente prohibidos)
 
Segunda regla: Todo lo que sucedía la noche de la fiesta, desde la puesta del sol hasta el amanecer debía olvidarse, y si el olvido fuera imposible tendría que convertirse en un secreto que no debía confiarse ni siquiera al más intimo de los amigos o el más persuasivo de los confesores.
 
Tercera regla: excluyendo las prohibiciones de la primera y la segunda regla, todo lo demás estaba permitido, absolutamente todo.
 
El bello infierno al que había accedido tenía por sus pecados favoritos la lujuria y la gula. Todos los demás ya estaban suficientemente arraigados entre la selecta multitud que llenaba el salón, los corredores y las habitaciones.
 
Me acerqué a una mesa y tomé una copa cuyo contenido me pareció sangriento a causa de la media luz, alcé la máscara lo suficiente como para poder llevarme la bebida a los labios y pude saborear la característica amargura del vermú. Vacié la copa con un segundo trago y tomé otra. Mi mirada iba de un lado a otro, intentando sorprender entre alguna de las mujeres, que ya se encontraban desnudas, la piel de Helena, que sentía podía reconocer con los ojos cerrados.
 
Quería encontrarla y, a un mismo tiempo, deseaba que ella no fuera ninguna de ellas. Me enfermaba y asqueaba el solo pensar que otras manos que no fueran las mías pudieran asirla.
 
Me sorprendí al ver que en mi interior crecía el demonio de los celos, ese mismo que había retado a duelo y jalado del gatillo, ese mismo que me había impulsado a esperar toda una noche bajo la nieve, al pie de su ventana solo para comprobar que no se había negado a acogerme entre sus brazos por favorecer a otro amante, ese mismo que ahora me susurraba al oído que Helena no era ninguna de las mujeres que se encontraban en el salón... pero en ese momento podría estarse desnudando en cualquier otra parte de la casa.
 
Fue otra voz la que de pronto me susurró al oído.
 
-       No puedo negar que me gustan los celos en un hombre, me encanta los irascibles e irracionales que se pueden volver... pero agradecería que se abstuviera de armar una escena esta noche. La idea de un duelo en el salón es encantadora pero no tolero el olor de la pólvora.
 
No tuve que volverme para saber que quien me hablaba era la Condesa. Asentí con la cabeza para darle a entender que me plegaría a su solicitud.
 
Una de sus manos jugó con los cordones de mi máscara mientras dijo:
 
-   Dado que ya cuento con su promesa de no hacer nada escandaloso y que me siento generosa, le diré que tal vez lo que busca es una diadema de plumas azules y un zafiro al centro de la frente.
 
-   ¿Rompe la anfitriona con sus propias reglas? ¿Se trata de un obsequio o debo pagar en alguna forma por sus palabras?- pregunté.
 
Se acercó más a mí, tanto que cuando volvió a hablar sus labios rozaron mi oreja
 
-   He escuchado que no hay artista más sublime que aquel que se ve forzado a trabajar con el corazón roto. Cuando su pequeña y ridícula historia de amor termine mal, cuando Helena haga añicos su corazón... venga a mí y pinte su mejor cuadro. Tendré preparado el lienzo y los pinceles.- rio, y su risa fue la de una mujer joven: musical, hermosa, hiriente.

lunes, 14 de noviembre de 2011

4 : II (Inés)


"Allí, donde, cada vez que la vida parecía insoportable, se podía vagar con un capullo de lila apretado entre los labios y lágrimas como luciérnagas en los ojos."

Vladimir Nabokov

Sus dedos acariciaron con ternura el basto papel de empaque. Recrearon sobre el mismo las líneas que componían el paisaje, los delgados trazos de los troncos de los árboles, las difuminadas pinceladas que sugerían el otoño o el incendio.

No pudo reprimir una pequeña risa. Ella misma fue la primera en formular una pregunta que después él escucharía una infinidad de veces:

<< ¿Es un desatado incendio o la presencia del otoño en las hojas? >>

Era una tarde lluviosa y fría. Eran ellos dos en esa desvencijada habitación que él proclamaba con todo orgullo como su estudio. Ella se apoyaba contra una ventana, las manos hundidas en los bolsillos a causa del frío. Él deslizaba el pincel sobre el lienzo y rebajaba con mucha paciencia la intensidad del rojo hasta dar con la tonalidad que deseaba, la que había soñado, la que necesitaba.

Acostumbrada a sus lapsos de ensimismamiento no le dio mayor importancia a la falta de respuesta, miró hacia el difuso paisaje que ofrecía la calle a través de los vidrios empañados y, entonces, como si durante todo ese tiempo hubiera estado sopesando su respuesta, él dijo:

<< No lo sé, no sabría decírtelo, simplemente la imagen que soñé es así. >>

Se había vuelto hacia ella y tenía en el rostro una sonrisa tonta e ingenua a un mismo tiempo y que resultaba tan poco habitual, como los días en que llueve al mismo tiempo que alumbra el sol.

Experimentó un sobresalto que la hizo volver en sí. Las tristes campanas de la iglesia cercana eran las culpables. Las contó: las cinco de la tarde. Lo confirmaba la mortecina luz que se colaba por los ventanales, las agujas del reloj, la monótona voz que sonaba en ese momento a través de la radio…

No tuvo duda, la felicidad que había experimentado al recobrar la pintura era la que solo puede sentir quien recupera algo que daba por perdido. Se levantó, cerró las persianas y tomó el cuadro entre sus brazos, salió del despacho y descendió por las escaleras hasta la primera planta y, desde ahí, se dirigió hasta la sala central haciendo uso de los corredores que sabía, con seguridad, se encontrarían desiertos a esa hora.

Empleó la llave que pendía de su cuello, la puerta dejó de oponer resistencia y se abrió a lo que con justa causa podría considerarse un mundo aparte: una luz áurea se desbordaba desde las altas ventanas e inundaba la estancia con el expreso propósito de crear una atmosfera dorada. Ella misma había colgado cada uno de los cuadros y había dispuesto con cariño cada uno de los elementos que llenaban la habitación. Un espacio único al que podía llamar propio, al que podía llamar suyo.

La filosa hoja de un abrecartas destelló y con precisión removió el papel que hasta entonces había velado un otoñal infierno que rápidamente acomodó en la pared, en un espacio reservado para su uso desde un principio. Solo entonces, al saberlo a salvo entre esas cuatro paredes y reintegrado a esa colección de sueños, pudo respirar con alivio. Constituía una ironía el que una pintura que hubiera sido tan difícil de vender hubiera resultado tan difícil de recuperar… una pintura que había surgido en una tarde lluviosa y respecto a la cual ni siquiera su propio creador podía definir…

Por ese cuadro, por los que se apiñaban a su alrededor, por los que colgaban en la pared de enfrente, en la de al lado, por los que tenían espacio y debían apilarse contra una esquina, por cada uno de ellos había removido cielo y tierra, invertido el tiempo, esfuerzo, dinero y paciencia necesarios para reunirlos en esa estancia que resultaba hasta pequeña para contenerlos, porque los quería a todos, porque eran mudos testigos de momentos que ella no quería olvidar.

Porque si otras personas se valían de fotos para recordar, ella bien podía valerse de cada uno de los trazos que el pincel de Santiago había seguido sobre cada lienzo.

Su mirada entonces buscó por instinto el cuadro que sobre lo alto de la pared reinaba sobre los demás: una onírica luna rota que se desmigajaba en un infinito remolino de plumas y pétalos sobre un campo de espigas azules. Su cuadro, el favorito, el que consideraba sin duda el más valioso porque había sido suyo desde el primer momento…

<< ¿Qué te parece? >>

La pregunta en sí misma era una rareza, un hecho sin precedentes. Él nunca valoraba lo que hacía, no en ese modo. Se limitaba a plasmar los colores, a esbozar las líneas. Una pintura terminada era retirada del caballete y remplazada por un nuevo lienzo sin que por su parte mediara la mas mínima palabra; era lo habitual, a lo que ella estaba acostumbrada, por eso no pudo evitar desviar la mirada del cuadro por un segundo, el tiempo justo y necesario para comprobar que él no bromeaba, que sus labios se habían reducido a una apretada línea que denotaba únicamente una rígida solemnidad por su parte.

<< Me encanta… simplemente me encanta. >>

<< Entonces no hay nada más que hablar. Es tuyo. >> - La delgada línea de su boca se expandió hasta convertirse en una amplia y satisfecha sonrisa.

<< ¿Tengo que recordarte que técnicamente todas tus pinturas me pertenecen? >> - Preguntó ella mientras le reñía y entrelazaba su brazo con el suyo.

<< Todas le pertenecen a la galería según lo estipula el contrato, pero esta solo puede pertenecerte a ti, es mi regalo de cumpleaños. >>

<< Mi cumpleaños fue hace dos semanas... >>

<< Hace dos semanas aún no había soñado con esto. >>

Hay personas que se valen de fotografías para recuperar un momento pasado…

Inés bajó la vista y un moribundo rayo de sol fue suficiente para hacer relucir la solitaria y diáfana gota de cristal que se precipito silenciosa por su mejilla.

Hasta ella llegaron entonces los amortiguados y renovados ecos de campanas anunciando que era preciso abandonar, que era preciso volver, que Pablo tal vez ya estaría esperando a ver morir el sol.

Con delicadeza una de sus manos borró cualquier evidencia de llanto de su rostro, recogió los restos de papel, se dirigió hacia la puerta y antes de cerrarla tras de sí aún tuvo que hacer un esfuerzo para que su mirada no buscara dentro de la habitación el caballete sobre el cual todavía había un lienzo y sobre el lienzo los trazos, los colores, los jirones de un sueño… una pintura inconclusa.

No le pertenecía a la galería.

Y tampoco le pertenecía a ella.

viernes, 21 de octubre de 2011

4 : I (Santiago)


"Sueño mis pinturas y luego pinto un sueño."

Van Gogh

Al traspasar la puerta la estancia parecía ampliarse, como si no tuviera límites a causa de la penumbra casi traslúcida que descendía desde el techo.Algunos reflectores la rasgaban a intervalos regulares, dejando charcos de luz sobre las negras y lustrosas baldosas del suelo, como difusas manchas de blanca pintura sobre un negro lienzo.


Se decidió entonces a recorrer la galería, a mezclarse con la gente que iba de un lado a otro y que formaba improvisados corros ante los cuadros.Los lienzoscasi surgían de las entrañas mismas de las paredes, e iluminados por debajo delos marcos estaban dotados de un aura lánguida y fantasmal que realzaba la intensidad de sus colores, y les despojaba de las telarañas que solo puede tejer la paciente sombra.Hombres y mujeres discutían respecto a tonalidades, formas y contornos, contenidos y significados. Tras la improvisada orquestación de palabras y acentos, se deslizaban las mínimas notas de un piano, en las cuales reconoció las Gymnopédies de Satie.


Nadie dio muestras de reconocerlo.La penumbra los envolvía en un oscuro velo que hacía de todos ellos meras siluetas, cuyos rasgos solo podían adivinarse a medias, bajo los haces de luz o en cercanía de los cuadros.En todo caso, aprovecharía en la medida de lo posible el repentino anonimato. Le resultaba preferible ese tranquilo transitar, sin verse interpelado a cada momento, tal vez hasta disfrutaría de sus propios cuadros si se convencía de ser un espectador más, hacer de caso que la firma que figuraba en todos ellos no era la propia.


Ese desapego hacia su propia obra, donde no faltaba quien quisiera ver una estudiada y afectada postura, le obligaba un sinfín de veces a explicarse y finalmente adoptar un obstinado silencio ante la imposibilidad de hacerse entender.Su relación con el lienzo era un romance que duraba lo que tardaban en plasmarse las líneas y secarse la pintura de los trazos de su firma.Entonces el lienzo y su contenido dejaban de pertenecerle.A él solo le quedaba un repentino vacío en el pecho:como si la rabia, el amor, la tristeza o el desenfreno que le habían llevado a pintar desaparecieran por completo. Y ese entumecimiento podía durar unos minutos o prolongarse por semanas, todo dependía de lo que tardara su interior en generar una nueva imagen, en engendrar un nuevo sueño… Porque todo surgía de los sueños que no siempre lograban apresar sus manos.


Al pensar en ellas y ocultarlas en los bolsillos con nerviosismo, tuvo de pronto la extraña idea de que un pintor bien podría ser reconocido fácilmente por sus manos.Levantó la vista y se acercó a una de las paredes.El cuadro que la ocupaba no tenía quién lo contemplará, y dejaba languidecer sus árboles vestidos de otoño sobre un campo amarillo, bajo el resplandor de un sol bermejo.Lo observó detenidamente y entonces lo asaltó la duda.No sabía a ciencia cierta si había pintado un paisaje de otoño o un incendio, tal vez fuera ambas cosas a un mismo tiempo.


Percibió entonces un hálito de perfume que por alguna razón evocó en él una flor en forma de estrella yníveos pétalos.Una mujer se había detenido a su lado para contemplar lahoguera otoñal.Permanecieron mudos frente al cuadro sin decir palabra, como si esperaran a que el cuadro se definiera y diera paso, o bien a una tormenta que apagara el fuego, o a un repentino invierno que desnudara los árboles.


No hubo tiempo suficiente para que se obrara el milagro.Alguien más se detuvo cerca de ellos, y tras un breve intercambio de palabras se llevó consigo a la desconocida.Solo entonces, cuando el aroma se desvanecía junto a la evocación de la flor, él se atrevió a girar la vista. Pudo adivinar la suave curva de los desnudos hombros de ella, bajo un posesivo brazo enfundado en alpaca gris oscura, los cabellos a juego con el vestido, ambos teñidos de unaresplandeciente negrura, al menos ese efecto parecía darles la penumbra.


Acarició la idea por un instante: flores blancas que parecían estrellas, cabellos y seda hechos de noche, de plumas de cuervo. Parecía suficiente para componer algo; sin embargo no lo era.Respirócon pesadezy encaminó sus pasos hacia el salón de la recepción.


Cuando giró el pomo de la puerta quedó casi ciego por el resplandor.Era como salir a la luz del día desde las profundidades de una caverna.Se vio forzado a cerrar los ojos, a dejar pasar un momento para poder adaptarlos a la fría claridad. La transición era agresiva, violenta pero efectiva.Toda la puesta en escena, hasta en su más ínfimo detalle, fue preparada para dar la sensación de ser acunado por la noche, dormir, soñar, adentrarse en un túnel donde los cuadros se transformaban en ventanas. Volver al salón era como un cruel despertar.Solo a Inés podría habérsele ocurrido.

Dejó atrás la galería para irrumpir en el salón.El anonimato que hasta ese momento había disfrutado se disolvió casi de inmediato por la cruda luz. Muy a su pesar se convirtió de nuevo en el centro de atención, sintió que una infinidad de curiosas miradas se clavaban en él como agujas.

Fue consciente entonces de las azuladas ojeras bajo sus ojos, de la irregular e hirsuta barba que se aferraba a sus mejillas, el cabello descuidado, echado a un lado, y lo peor de todo: el esmoquin.La sensación que él mismo le daba de ir disfrazado, de pretender ser algo que no era ni quería ser.


Vaciló. Volver al ensueño de la galería se le hizo sumamente tentador, pero ya se acercaba a él un grupo de rostros sonrientes y manos extendidas.Se elevó entonces a su alrededor un coro de voces deseosas de expresar sus impresiones, deencontrarle significados a las pinturas, que a él ni siquiera se le hubieran ocurrido. Se remitió entonces a las instrucciones básicas de supervivencia para tales casos: asentir o negar, sonreír, fingirse interesado; permanecer atento a la más mínima posibilidad de escape que se volvía casi imposible, a medida que más gente se iba adhiriendo al semicírculo que lo rodeaba.

Tras algunos minutos le empezaron a temblar, muy ligeramente, las comisuras de la boca, ante la imposibilidad de seguir sosteniendo la falsa sonrisa.Ya no resultaba tan claro a qué decir sí, a qué decir no…

Experimentó lasensación de ahogo que siempre le habían producido las reuniones con sus pequeñas e insufribles multitudes. Era como si el aire se enrareciera a su alrededor hasta volverse irrespirable.Entonces una mano asió la suya, le arrancó del centro del semicírculo.Resplandeció una sonrisa, y sonó una voz que él conocía desde siempre.


<< Lamento privarlos de la compañía del artista pero un compromiso de mucha importancia reclama su presencia. >>


La voz, aunque suave, era imperiosa, no pedía ni solicitaba, simplemente expresaba un deseo que no admitía réplicas. No obstante, es necesaria la aclaración: si bien el tono era muy propio de Inés, el mismo resultaba de lo más natural en ella.Hasta del más ínfimo de sus gestos se desprendía una cierta majestuosidad, un irresistible magnetismo que subyugaba a las personas a su alrededor haciendo imposible el negarle cualquier cosa, si a eso se aunaban los mil matices que podía adquirir su sonrisa…


Había desestimado el vestido de noche en favor de un elegante traje sastre más apropiado a su papel de directora de una de las más prosperas galerías de arte.La severa montura de sus gafas contrastaba con la afabilidad de su mirada.Las luces arrancaban dorados destellos a las prolongadas ondas de su cabello.


Él se dejó arrastrar, aliviado y dichoso a un mismo tiempo. Respirar era nuevamente algo sencillo, y sintiéndose finalmente seguro, por primera vez pudo observar a su alrededor con una autentica y despreocupada curiosidad que duraría apenas unos minutos, los suficientes y necesarios para comprobar que a pesar de no ser exactamente las mismas personas se comportaban del mismo modo, llevaban las mismas ropas y adoptaban las mismas expresiones al hablar, los mismos ademanes para explicarse…

Se disponía a hundir la mirada en los cabellos de Inés cuando algo llamó su atención, ni siquiera tuvo la certeza de haberlo observado, fue más bien como intuir un ligero movimiento, un destello, algo que se hubiera destacado por el simple hecho de ser inusual en el decorado. Se soltó y se detuvo con la esperanza de descubrir qué era.

<<¿Sucede algo?>>


Había una mezcla de sorpresa y curiosidad en la voz de Inés. Ella inmediatamente siguió su mirada, recitó el nombre de las personas que alcanzaba a ver en esa dirección, pero él se limitó a negar con la cabeza y sonreír como si quisiera hacerse disculpar por su comportamiento.


<< No es nada, creí entrever un destello o algo parecido... >>

<< ¿Un destello? Habrá sido efecto de la luz sobre alguna joya. >>

<< No… era azulado, tal vez fuera impresión mía, no hagas caso. >>


Inés lo condujo entonces hasta un extremo del salón. Le bastó un gesto para disuadir a quienes se les acercaban, tomó dos copas de una charola y le puso una en la mano mientras entrelazaba su brazo con el suyo. Se miraron a los ojos y se sonrieron. Cualquier otro gesto, ademán o palabra habría estado de más. Hay personas que necesitan de muy poco para entenderse.


El dulce y carmesí borgoña apenas había tocado sus labios cuando un hombre se detuvo junto a ellos. A él lo saludó con una ligera inclinación de cabeza y a ella con un ademán más reverente. Le comunicó algo por medio de un murmullo y a continuación se retiró. Ella supo disimular la contrariedad que el mensaje le había provocado, suspiró, se encogió de hombros y dijo:


<< Tendrás que disculparme pero ha surgido algo… >>


Le confió la copa y se apresuró a darle un rápido y ligero beso en la mejilla, antes de volverse presurosamente en la dirección donde a cierta distancia la esperaba el mensajero. No había dado más de algunos pasos cuando se volvió nuevamente, con una sonrisa traviesa entre los labios y desanduvo lo andado.


<< No creas que te abandono a tu suerte. Sigue este corredor hasta el final… y al final del mismo te encontrarás a salvo>>


Deslizó, entonces, en uno de los bolsillos de su esmoquin, un pequeño objeto, y se alejó dejando tras de sí únicamente la estela de su perfume. Él quedó entre desconocidos, siguiéndola con la mirada, sosteniendo una copa de borgoña en cada mano. Apuró de un trago la suya y conservó la de Inés. A contraluz podían notarse en el cristal las tenues impresiones dejadas por sus labios. A contraluz la copa parecía estar llena de rubíes líquidos. Acudió entonces a su mente una imagen: la copa rota contra el suelo, y la sangre derramada sobre el suelo.


Al final del corredor le esperaba una puerta cerrada. Le bastó con llevarse la mano al bolsillo para encontrar la llave que con un seco chasquido le permitió acceder a una habitación oscura. Depositó la copa sobre lo que le parecieron los contornos de un pequeño mueble y buscó a tientas el interruptor en la pared. Lo embargaba la curiosidad de averiguar qué podía haber dispuesto Inés en ese cuarto para él. La luz desveló un caballete y un inmaculado lienzo.

**********