I
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Me estremecí, abrí los ojos y me encontré en esa habitación, sentado en un sofá bajo. Un cigarrillo se consumía lentamente entre mis dedos y la carta descansaba sobre la mesa junto a la máscara. Desde afuera me llegaba la música y la algarabía del carnaval, entremezcladas con las ominosas campanadas de la catedral.
La cita, si me decidía por asistir, era a las diez de la noche.
Conté ocho campanadas.
Quedaba el tiempo suficiente para huir.
Le pegué una última calada al cigarrillo con la única intención de avivar la brasa y apoyarla sobre la carta, la llama prendió el papel y en cuestión de instantes la redujo a ceniza. Un gesto inútil, lo sé, porque había memorizado cada línea a fuerza de leerla una y otra vez después de haberla recibido. Me levanté, tomé mi abrigo, a la sazón mi único equipaje, y por alguna razón tomé también la máscara, apagué las velas y cerré la puerta tras de mí.
Bajé hasta la recepción, pregunté cuánto debía por la habitación y pagué un poco más de lo que era, manía mía. Pregunté por un cochero, como si en noche de carnaval y a esas horas fuera posible encontrar uno. Me sorprendió entonces la respuesta que recibí, precisamente por lo inesperado de la misma:
- La dama me ha enviado para llevarlo, su Merced.
- ¿Llevarme a dónde?- Pregunté, sabiendo que la respuesta sería hacia el puente.
Descubrió entonces su cabeza e intentó realizar sin mucho éxito lo que tendría que haber sido una reverencia.
- ¿Puedes llevarme hacia la puerta sur de la ciudad entonces? – pregunté, intentando confirmar lo que había escuchado.
- Si es ahí donde desea ir su Merced - respondió el cochero mientras abría la puerta del carruaje y me invitaba a subir.
Subí y la puerta del carruaje se cerró tras de mí con un chasquido, mientras el cochero subía el pescante y empezaba a entonar con su voz cascada y temblorosa una canción que no había escuchado desde hacía diez años.
II
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La memoria entonces me traicionó, rompió los sellos y ataduras a las cuales la había sometido y se desbordó...
No recordaría, eso hubiera sido sencillo y soportable. Si había buscado desesperadamente el olvido entre borracheras y delirios era porque el solo hecho de pensar en Helena me resultaba doloroso a un nivel inimaginable.
Me sumí en el asiento, alcé la máscara, me la puse sobre el rostro y me transporté como encanto, por embrujo, a esa noche de diez años antes.
El evento más importante de la noche de carnaval era la mascarada que se celebraba en el palacio de la Condesa de T. Ser invitado a la misma implicaba gozar de la consideración de la buena sociedad.
Y tal vez eso fuera milagroso, incluso sorprendente, que se me viera aún con buenos ojos si se tenía en cuenta todos los escándalos en los que, por causa de Helena, me había visto involucrado. El último, el duelo de la semana pasada donde le había incrustado una bala en la rodilla al heredero de una de las familias mas prominentes de la ciudad, el lance, en el mejor y mas optimista de los casos, amenazaba con terminar con mi exilio, en el peor de los casos daría con mis huesos en alguna mazmorra de la cual tal vez no lograría salir, así de comprometido estaba mi futuro.
Y a pesar de todo ello, unos días antes un lacayo de la Condesa se había presentado a mis aposentos portando la invitación y una caja de ébano. Me llevé a los labios el sobre en el cual mi nombre figuraba en una elegante y fluida caligrafía y descorrí los broches de la caja. Sobre un paño de seda negra descansaba la máscara que debía usar.
Mis dedos siguieron los contornos de las órbitas vacías, el simulado antifaz cubierto de arabescos que cubría la parte superior de la máscara, la piel blanca en el inferior que parecía resquebrajarse, era definitivamente la máscara que cubrió mi rostro cuando esa noche crucé las puertas.
Arribé al palacio. Las robustas puertas de hierro forjado se encontraban abiertas de par en par, seguí el corredor y llegó hasta mí el amortiguado eco de la música. Al final, delante de las puertas de cedro esperaban dos sirvientes vestidos de librea, “las esfinges” como eran llamados en su carácter de celosos guardianes de la fiesta.
Me detuve y dejé que uno de ellos examinara con atención mi máscara, lo vi intentar desentrañar los arabescos hasta encontrar lo que buscaba. Indicó a su compañero entonces un signo y este desenrolló el pergamino que hasta entonces había sostenido entre las manos. Casi de inmediato preguntó:
- ¿Cuál es su contraseña para entrar a la casa caballero?
El sirviente me sostuvo la mirada por un momento y después hizo un gesto a su compañero para que me franqueara la entrada. Las puertas se abrieron y lo que había sido un eco amortiguado se transformó en violines, palabras y risas.
Me cuidé de no cruzar el umbral inmediatamente, era el último requisito del protocolo. Levanté la vista hacia la inscripción grabada en mármol sobre el arco de la puerta, me persigné y entré.
"Abandona la esperanza si entras aquí". Divina Comedia, Infierno, Canto III, noveno verso... Me ha llevado diez años comprender que en ese entonces recibí una advertencia que no supe comprender.
III
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Tres reglas tenía nada más la casa.
Primera regla: Bajo ninguna circunstancia debía revelarse el rostro o el nombre, propio o ajeno. Entre los invitados debía existir el más completo anonimato, por lo que cualquier cosa que pudiera identificar a la persona bajo la máscara (una joya, una prenda, una fragancia exclusiva o incluso las expresiones y ademanes característicos, estaban estrictamente prohibidos)
Segunda regla: Todo lo que sucedía la noche de la fiesta, desde la puesta del sol hasta el amanecer debía olvidarse, y si el olvido fuera imposible tendría que convertirse en un secreto que no debía confiarse ni siquiera al más intimo de los amigos o el más persuasivo de los confesores.
Tercera regla: excluyendo las prohibiciones de la primera y la segunda regla, todo lo demás estaba permitido, absolutamente todo.
El bello infierno al que había accedido tenía por sus pecados favoritos la lujuria y la gula. Todos los demás ya estaban suficientemente arraigados entre la selecta multitud que llenaba el salón, los corredores y las habitaciones.
Me acerqué a una mesa y tomé una copa cuyo contenido me pareció sangriento a causa de la media luz, alcé la máscara lo suficiente como para poder llevarme la bebida a los labios y pude saborear la característica amargura del vermú. Vacié la copa con un segundo trago y tomé otra. Mi mirada iba de un lado a otro, intentando sorprender entre alguna de las mujeres, que ya se encontraban desnudas, la piel de Helena, que sentía podía reconocer con los ojos cerrados.
Quería encontrarla y, a un mismo tiempo, deseaba que ella no fuera ninguna de ellas. Me enfermaba y asqueaba el solo pensar que otras manos que no fueran las mías pudieran asirla.
Me sorprendí al ver que en mi interior crecía el demonio de los celos, ese mismo que había retado a duelo y jalado del gatillo, ese mismo que me había impulsado a esperar toda una noche bajo la nieve, al pie de su ventana solo para comprobar que no se había negado a acogerme entre sus brazos por favorecer a otro amante, ese mismo que ahora me susurraba al oído que Helena no era ninguna de las mujeres que se encontraban en el salón... pero en ese momento podría estarse desnudando en cualquier otra parte de la casa.
Fue otra voz la que de pronto me susurró al oído.
- No puedo negar que me gustan los celos en un hombre, me encanta los irascibles e irracionales que se pueden volver... pero agradecería que se abstuviera de armar una escena esta noche. La idea de un duelo en el salón es encantadora pero no tolero el olor de la pólvora.
No tuve que volverme para saber que quien me hablaba era la Condesa. Asentí con la cabeza para darle a entender que me plegaría a su solicitud.
Una de sus manos jugó con los cordones de mi máscara mientras dijo:
- Dado que ya cuento con su promesa de no hacer nada escandaloso y que me siento generosa, le diré que tal vez lo que busca es una diadema de plumas azules y un zafiro al centro de la frente.
- ¿Rompe la anfitriona con sus propias reglas? ¿Se trata de un obsequio o debo pagar en alguna forma por sus palabras?- pregunté.
Se acercó más a mí, tanto que cuando volvió a hablar sus labios rozaron mi oreja
- He escuchado que no hay artista más sublime que aquel que se ve forzado a trabajar con el corazón roto. Cuando su pequeña y ridícula historia de amor termine mal, cuando Helena haga añicos su corazón... venga a mí y pinte su mejor cuadro. Tendré preparado el lienzo y los pinceles.- rio, y su risa fue la de una mujer joven: musical, hermosa, hiriente.